Javier Serrano Chamizo. Asesor Jurídico del Órgano Administrativo de Recursos Contractuales de la Comunidad Autónoma de Euskadi.
La diferencia entre el contrato público y el convenio de colaboración entre Entidades Públicas es un tema recurrente en los últimos años. Aunque la doctrina procedente de la jurisprudencia del TJUE y las Directivas se va asentando en nuestra normativa y en la práctica diaria, el peso de la tradición y la tentación nominalista dificultan en ocasiones su completa asunción; el artículo trata brevemente de un ejemplo que lo ilustra.
Como es bien sabido, nuestra legislación sobre contratación pública está fuertemente influida por el Derecho de la Unión Europea, especialmente por las Directivas que armonizan los procedimientos de adjudicación y de recurso y por la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) que las interpreta. Entre los temas “estelares” de este sector del Derecho europeo en los últimos años está la delimitación conceptual entre los contratos incluidos en su ámbito objetivo y las fórmulas de colaboración entre entidades públicas (“colaboración horizontal”), excluidas de dicho ámbito.
En esta materia, como en otras de la contratación pública, el Derecho español ha sufrido el impacto que supone tener que adoptar las definiciones procedentes de las Directivas, siempre antiformalistas y funcionales, obsesionadas en blindar su primacía aplicativa frente a las normas nacionales.
Ello se debe a que, en no pocas ocasiones, se intenta eludir dicha primacía mediante regulaciones o terminología (cuando no puro y duro nominalismo) que esconden las figuras que las Directivas pretenden regular uniformemente para todos los países miembros.
Así, el concepto europeo de “contrato” desde antiguo ha incluido los negocios jurídicos entre un poder adjudicador y un operador económico consistentes en que el primero adquiere del segundo un suministro, obra o servicio a cambio de una contraprestación económica (es decir, onerosa), con independencia de que el citado operador sea o no, a su vez, un poder adjudicador o, incluso, una Administración Pública.
Sin embargo, la concepción tradicional en nuestra legislación y nuestra práctica era que las Administraciones nunca podían ser contratistas y que los negocios jurídicos entre ellas siempre estarían fuera del ámbito de la contratación administrativa, incluso aunque su objeto tuviera las notas propias del contrato; en otras palabras, siempre serían “convenios”, pues la Administración no vende, solo “colabora”.
La incompatibilidad de esta concepción con el Derecho de la Unión quedó clara en la sentencia del TJUE de 13 de enero de 2005, asunto 84/03, que provocó la elaboración y aprobación de sucesivas redacciones, primero de la Ley de Contratos de las Administraciones Públicas, y luego de las letras c) y d) del artículo 4.1 del vigente Texto Refundido de la Ley de Contratos del Sector Público. Con ciertos matices, este concepto, impulsado sobre todo por el TJUE, es el que se ha positivizado en el artículo 12.4 de la Directiva 2014/24/UE, sobre contratación pública, y también el que incorpora el artículo 6 del Proyecto de Ley de Contratos del Sector Público que actualmente se tramita en las Cortes Generales(1).
La práctica de las Administraciones ha ido adecuándose a la nueva concepción, reconduciendo hacia formas contractuales los convenios entre Administraciones cuyo objeto así lo exigía; además, los componentes del engranaje de la maquinaria administrativa (asesores legales, gestores…) tienen cada vez más interiorizada la (ya no tan) nueva doctrina.
No obstante, las viejas tradiciones se resisten a morir, y todavía se puede ver de vez en cuando algún contrato público envuelto en ropaje de convenio que, cual capa de invisibilidad, pretende ocultar el verdadero rostro del negocio y, sobre todo, que no se aplique la legislación contractual, fundamentalmente las reglas de selección del contratista mediante procedimientos con publicidad y libre acceso.
Siguiendo el principio de que “la hipocresía es el mayor homenaje que el vicio rinde a la virtud”(2), estos convenios asumen la jurisprudencia europea aunque solo sea para declararse exentos de ella y se preocupan de acreditar, en su parte expositiva y en sus memorias, que el acuerdo es un instrumento para llevar a cabo una actuación de interés público común a ambos signatarios y que no existe onerosidad (por ejemplo, llamando subvención a lo que es en realidad el pago de un precio).
Otras veces quien juega en el borde de los límites de la colaboración interadministrativa es el propio legislador (3); a mi juicio, y como voy a exponer brevísimamente, eso es precisamente lo que ha sucedido, bien recientemente, en el artículo 2.4 de la Ley 7/2016, de 2 de junio, de Ordenación del Servicio Jurídico del Gobierno Vasco (4) y especialmente, en la norma que lo desarrolla, el Decreto 144/2017, de 25 de abril, del Servicio Jurídico del Gobierno Vasco (BOPV del 3 de mayo, nº 82), concretamente su artículo 4, titulado “Régimen de los convenios de colaboración para asumir la prestación de la asistencia jurídica a terceros.”
En síntesis, este precepto establece que, mediante el correspondiente convenio de colaboración, el Servicio Jurídico Central del Gobierno Vasco podrá prestar asistencia jurídica a otras entidades públicas de la Comunidad Autónoma (por ejemplo, del sector público foral o local), sean o no administraciones, mediante la celebración del oportuno convenio de colaboración; asimismo, se determina que “el convenio de colaboración, en función de la contraparte interesada, deberá contener determinada la compensación económica a abonar por la asistencia jurídica asumida”.
A la vista está que constan los elementos típicos del contrato tal y como los define el Derecho de la Unión: un poder adjudicador que demanda un servicio, un operador que lo presta y un precio que lo remunera (“compensación”).
Por el contrario, una vez contrastada la figura con el artículo 12.4 de la Directiva 2014/24, parece claro que falta, al menos, uno de los requisitos necesarios para que el convenio quede excluido de su ámbito objetivo: que la cooperación entre los firmantes garantice que los servicios públicos que les incumben se prestan de modo que se logren los objetivos que tienen en común (usando los términos de la jurisprudencia europea antecedente de este precepto, seguramente más gráficos, que se instrumente una “misión de servicio público común” a ambas entidades).
Es cierto que la entidad que remunera la actividad objeto del convenio satisface una necesidad vinculada con un servicio público de su competencia (entiéndase aquí el concepto “servicio público” en su sentido amplísimo), puesto que trata de defender en juicio sus intereses, que son necesariamente públicos, o bien de asegurar el ajuste al Ordenamiento jurídico de sus decisiones mediante un asesoramiento adecuado. Sin embargo, no sucede lo mismo con la posición de la Administración de la Comunidad Autónoma de Euskadi, que no parece ejecutar ningún servicio que le esté legalmente encomendado; en otras palabras, la entidad contraparte adquiere de ella unos servicios jurídicos indistinguibles de los que puede adquirir en el mercado libre,[5] sin que ello suponga que una competencia suya quede trasladada a la Administración de la CAE o pase a ejercerse de manera compartida, de modo que se transfieran “las responsabilidades derivadas de la competencia y los poderes que son el corolario de ésta, de modo que la entidad que es ahora competente dispone de autonomía decisoria y financiera. (6)”
En conclusión, estimo que, a salvo de conocer el concreto contenido y tramitación que vayan a tener los convenios suscritos al amparo de la norma reseñada, nos encontramos ante una figura en la que concurren las características del contrato; existe, por lo tanto, el riesgo de que un operador jurídico legitimado acuda ante las instancias oportunas para hacer valer la verdadera naturaleza del negocio, con independencia de su “nomen iuris”.
[1] Ver también el artículo 47.1 de la Ley 40/2015, del Sector Público.
[2] Esta frase, todo un clásico de los “test” de inteligencia, suele atribuirse a La Rochefocauld, aunque también hay quien reclama su autoría para Oscar Wilde.
[3] El artículo 10 d) de la Directiva 2014/24 excluye de su ámbito los servicios jurídicos de defensa en juicio o de asesoramiento legal vinculado estrechamente a un litigio (que son parte, aunque no la totalidad, de los servicios a los que nos referimos), pero tal exclusión no figura en el TRLCSP (norma básica a estos efectos) y carece de efecto directo en virtud de la prohibición del efecto directo vertical descendente; ver, por ejemplo, el documento “Los efectos jurídicos de las Directivas de contratación pública ante el vencimiento del plazo de transposición sin nueva Ley de contratos del sector público”, elaborado por los tribunales de recursos contractuales.
[4] Precepto posiblemente inspirado en el artículo 1.3 de la Ley 52/1997, de 27 de noviembre, de Asistencia Jurídica al Estado e Instituciones Públicas que, sin embargo, no prevé que el correspondiente convenio con Comunidades Autónomas o Entidades Locales incluya compensación económica (es decir, onerosidad); llamativamente, esta compensación sí figura en el artículo 1.4 cuando se habla de los convenios con las Entidades Públicas Empresariales. No obstante, la contraprestación económica sí figura en los artículos 15 y 16 del Real Decreto 997/2003, que desarrolla la Ley 52/1997. Naturalmente, a la normativa estatal se pueden formular observaciones similares a las que aquí se hacen para la de la Comunidad Autónoma de Euskadi.
[5] Con las repercusiones en la alteración de la competencia del mercado de los servicios legales que ya señaló el informe de la Autoridad Vasca de la Competencia.
[6] Ver la sentencia del TJUE de 21 de diciembre de 2016, asunto C-51/15.